La construcción del patriarcado se ha prolongado alrededor de 2.500 años. Su carácter histórico permite albergar la esperanza de que puede tener un final, aunque el combate contra la dominación masculina está aún lejos de alcanzar su objetivo. La irrupción del MeToo inauguró una nueva era en el movimiento feminista. En primer lugar, porque la palabra de las mujeres está siendo escuchada como nunca antes, y también porque ha marcado un antes y un después al incorporar al catálogo de la violencia machista -tradicionalmente asociada a las violaciones y los abusos físicos- las variadas y múltiples formas de acoso verbal y moral, muchas veces solapadas con las agresiones infligidas directamente sobre el cuerpo de la víctima. Pero, al mismo tiempo, el MeToo ha mostrado una tendencia totalitaria satanizando a los hombres, sin matices, otorgando credibilidad a las denuncias -judiciales o extrajudiciales- formuladas por quienes afirman haber sido víctimas de alguna forma de acoso o agresión sexual, poniendo la creencia por delante de las pruebas. La corrección política al uso, al imponer el sintagma violencia de género por delante y por encima de la diferencia sexual, sugiere una pluralización que de pronto aparece como ilimitada y que hace obstáculo a la categorización. Si el sexo tiene que ver con la biología, el género se revela como un constructo cultural, ante el cual los diferentes modos de gozar -gais, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales, andróginos, cis género, género fluido, sin género, queer- ponen en evidencia que no existe ni ha existido nunca una sexualidad señalada como un destino en virtud de las diferencias anatómicas de los sujetos. Y como tal producto cultural, el género está sometido a cambios, adecuaciones, rectificaciones y redefiniciones, por lo que en aquellos países que han sido pioneros en legislar sobre esta materia -en particular Argentina y España- adoptando el significante género como eje vertebrador de las relaciones entre hombres y mujeres, la elección de este concepto ha resultado especialmente polémica. Hay hombres y mujeres, y las múltiples elecciones de objeto desbordan el encaje binario -hombres maltratadores, versus mujeres maltratadas- mostrando que la violencia machista, si bien tiene a las mujeres como las principales víctimas, extiende su radio agresivo hacia otros colectivos que no pueden encuadrarse en un género determinado, como sucede con los niños y adolescentes abusados -sean chicos o chicas- o con determinados grupos excluidos y estigmatizados por su condición social, étnica, o cultural.
Como es habitual en los ensayos del autor, a la primera parte del texto, dedicada principalmente a la reflexión teórica en la mejor tradición ensayística, se suma una segunda parte, donde se comentan una serie de casos criminales en los que los pasajes al acto se estudian desde una óptica acorde con las categorías psicoanalíticas.